Los científicos del Siglo XX deberían ser altos, rubios y de ojos azules. Sin esas condiciones es difícil que lleguen a destacar. Y si excepcionalmente lo consigue alguno, siempre se le considerará en los medios internacionales como un ente atípico, a quien en el fondo se le mirará con desconfianza.
El cliché típico y tópico de España es que aquí la gente debe dedicarse a camarero, cocinero, guía de turismo y, como mucho, a torero, bailaor de flamenco o taxista.
Lo malo de este asunto es que los mismos españoles comparten en gran medida esa leyenda y se fían más de cualquier objeto traído de París o de Tánger, que de los que puedan fabricarse aquí. Y nuestras librerías se llenen de libros «best seller» extranjeros en sus escaparates y en cambio relegan a una estantería interior los libros españoles. Así nos luce el pelo.
De todos modos, aquí hay héroes que, a pesar del ambiente de indiferencia cuando no de hostilidad abierta, se consagra a un trabajo científico en el que pocos beneficios pueden obtener, y que a veces han de desarrollarlos con absoluta carencia de medio. Algunos de estos científicos, caso Severo Ochoa, cansados, emigran a países donde por lo menos puedan disponer de un laboratorio en condiciones para sus investigaciones. Otros se conforman con lo que hay, incluso haciendo sacrificios económicos, y llevan adelante su solitario sacerdocio.
En los comienzos del siglo XX, España cuenta con una pléyade de brillantes talentos en las diversas ramas de la ciencia. Cada uno trabaja como puede, ganándose el pan de cada día en la enseñanza y realizando sus investigaciones en su tiempo libre, robándolo al descanso, y gastando sus míseros ahorros en comprarse el material para su investigación, manteniendo a su familia casi siempre en un nivel económico y social por debajo de lo que su posición de catedrático, o de funcionarios, reclamaría.
Científicos heroicos, que de vez en cuando sorprenden a España con la obtención de un premio o un galardón internacional. Las más veces sin recibir aplausos sino envidia, por aquello de que nadie es profeta en su tierra.
Estos científicos españoles han nacido en distintas regiones del mapa, pero todos vienen a afincarse en Madrid. Y el primero de todos, rayando el comienzo del siglo, Santiago Ramón y Cajal. Había nacido en Petilla de Aragón, en 1852. A los veintiún años ya era médico y ganó las oposiciones para el cuerpo de Sanidad Militar siendo destinado a Cuba en 1873, donde alcanzó el grado de capitán. Contrajo allí el paludismo y por ello fue repatriado, causando baja en el ejército.
No podía ganarse la vida como médico porque su estado de debilidad física no le permitía el trajín de las visitas a los enfermos, en una época en que no había ascensores y los clientes a que podía aspirar un médico recién llegado a la vida civil eran pobres y vivían en las buhardillas o pisos altos, con escaleras que él no podía subir. Por ello decidió dedicarse a la Histología y a la investigación micrográfica. Como él mismo escribió en sus Memorias, «La Histología es ciencia modesta y barata».
Obtuvo una plaza de catedrático de Anatomía en Valencia y después la de Histología en la Facultad de Madrid.Es aquí donde realizó sus trabajos de trascendencia mundial el descubrimiento de las leyes de la conducción del impulso nervioso desde el cerebro a los distintos músculos del cuerpo. Los neurólogos más competentes, Gerlach y Golgi, habían dejado establecido, y admitido por el mundo científico, que «las ramificaciones colaterales y terminales de todo cilindroeje acaban en la sustancia gris mediante una red difusa». Ramón y Cajal, con su microscopio, y habiendo inventado un procedimiento para teñir sus preparaciones mediante el método de doble impregnación, consiguió ver lo que nadie había visto hasta entonces: que no se trataba de una red difusa, sino de arborizaciones definidas, de tal modo que se establecía un contacto o articulación entre el protoplasma receptor y los ramúsculos axónivos de procedencia.
Por ello, la corriente del impulso nervioso se transmitía por contacto o indicción entre célula y célula. Este descubrimiento revolucionó la Neurología. A partir de él se conocieron los caminos que recorre el impulso neuroeléctrico, desde el núcleo cerebral hasta los terminales en las distintas zonas del cuerpo.
El reconocimiento internacional de sus trabajos, primero con el Premio Internacional de Medicina en Moscú en 1900 y poco después, en 1906, el Premio Nobel, sirvieron a Ramón y Cajal para que se le facilitase material para proseguir sus investigaciones, fundándose en Madrid el Laboratorio de Investigaciones Biológicas. El conjunto de todos sus descubrimientos lo reunió Cajal en una obra monumental titulada Histología del sistema nervioso del hombre y de los vertebrados que publicó en Madrid. Su docencia de muchos años en la Facultad y en el Laboratorio fue determinante para crear aquí un plantel de neurólogos de gran valía.
Ramón y Cajal falleció en Madrid el 17 de octubre de 1934.
Otro de los grandes científicos españoles de los primeros años del siglo XX era don LEONARDO TORRES QUEVEDO, ingeniero de Caminos, catedrático de la Escuela de Ingeniería de Madrid, matemático, físico y uno de los cerebros más brillantes del mundo en su tiempo.
Nacido en Cantabria, se trasladó a Madrid, donde cursó su carrera y obtuvo por oposición su cátedra. Aficionado al ajedrez, consiguió construir un Autómata Jugador de Ajedrez, mecanismo que podía ganar partidas a cualquier maestro.
Sus inventos brotaban en cascada durante los primeros años del siglo XX. Al iniciarse el desarrollo de los dirigibles, construyó el tipo Dirigible Torres Quevedo, que tenía la particularidad de que, mientras los del tipo Zeppelín son de armadura rígida, con tiras metálicas soldadas formando un todo sólido dentro del cual están las cámaras que contienen el hidrogeno o helio, el dirigible Torres Quevedo era de armadura flexible, en la que la rigidez se adquiría por la propia presión del gas contenido en su interior. Este dirigible tenía entre otras ventajas la mayor rapidez en su construcción, la posibilidad de su almacenaje y un menor costo. Fue probado con éxito en cl campo de aeronáutica del Ejercito en Guadalajara y realizó numerosos vuelos en Madrid. De este modelo se hicieron numerosos ejemplares.
Habiéndose convocado un concurso internacional para la construcción de un trasbordador aéreo o funicular sobre las cataratas del Niagara, ganó el concurso Torres Quevedo, a pesar de concurrir importantes empresas, al construir el granadino un funicular que todavía hoy está funcionando con casi un siglo de existencia y al que se sigue dando el nombre de The Spanish Aerocar.
En 1906 inventó el Telekino, que fue el primer mando a distancia del mundo. Lo instaló en una barquilla de las que navegaban por el estanque del Retiro en Madrid, y una tarde, don Alfonso XIII, de incógnito, presenció las pruebas y manejó el mando a distancia. Con el aparato se le enviaban órdenes a la barquilla para arrancar, navegar en línea recta, describir curvas a un lado u otro y subir y bajar la banderita que llevaba. Tras esta repitió públicamente la prueba privada que debió ser el día 9 de octubre de 1906, Torres Quevedo, acompañado de su ayudante el Ingeniero de segunda don Juan Martínez Bas marchó a Bilbao, en cuyo puerto demostración del Telekino con una lancha, que realizó todos los movimientos que desde la orilla se le ordenaban, sin llevar a bordo ningún tripulante.
Finalmente inventó, Torres Quevedo el Aritmómetro, que era un anticipo de las actuales calculadoras.
En 1920 Don Leonardo Torres Quevedo fue elegido Académico Numerario de la Real Academia de Ciencias de Madrid. Murió en 1937. El Ayuntamiento de Madrid ha rendido homenaje a tan ilustre científico dedicándole una calle.
Más joven que el anterior fue don Eduardo Torroja, a quien se llamó «El Mago del Hormigón Armado». Nació en Madrid en 1899 y desde los comienzos de su carrera se interesó por los nuevos procedimientos de construcción con cemento y cabillas hierro. Al conocer el fracaso ocurrido en Sevilla en el edificio de la Plaza de Toros Monumental, construida con cemento armado y que se hundió a los dos años de inaugurarla, se dedicó a realizar un estudio en profundidad, del que sacó conclusiones hasta entonces desconocidas del comportamiento del hierro en los cambios de temperatura al encontrarse invaginado dentro del cemento.
Nombrado profesor de la Escuela de Ingenieros Industriales de Madrid, creó un equipo de jóvenes investigadores, que llevó consigo al Instituto de la Construcción y del Cemento creando a su iniciativa y del que fue primer director.
Entre sus principales obras llamaron la atención en los medios internacionales, las cubiertas o techos del mercado de Algeciras, que resolvían el problema de una nave de grandes dimensiones cuya techumbre se sostenía sin columnas intermedias y que en su momento fue visitada por ingenieros europeos y americanos, considerándola como un verdadero prodigio de ingeniería.
Más tarde construyó el puente sobre el río Esla, el Frontón recoletos, de Madrid; la capilla Santo Espíritu en Serrallo y la iglesia de Pont de Suert.
Y, finalmente, la cubierta, grandiosa, del Hipódromo de la Zarzuela, en Madrid, cuyos edificios y tribunas hicieron los arquitectos Carlos Arniches y Martines Domínguez.
Eduardo Torroja falleció en Madrid en 1961. También el Ayuntamiento rotuló con su nombre una calle, inmediata a la de Torres Quevedo, con salida a la Avenida de Aragón.
Otro científico extraordinario fue don Juan de la Cierva y Codorniu, nacido en Murcia en 1895. Desde muy joven sintió pasión por la naciente aviación, hasta el extremo de que, apenas terminado el bachillerato, con dieciséis años, fundó una sociedad para construir aviones, junto con dos amigos de su edad, José Barcala y Pablo Díaz. A los diecisiete ingresó en la Escuela de Ingenieros de Caminos en Madrid y ya se quedaría aquí el resto de su vida.
Investigador de los problemas de la navegación aérea, pues de experimentar con monoplanos y biplanos construidos él mismo se dedicó a intentar resolver el problema de espacio para despegar y aterrizar, dado que a medida que el avión progresaba, iba necesitando cada año mayor longitud de pistas.
Inició sus investigaciones con frenado de paracaídas para aterrizaje y finalmente en 1922 consiguió crear un tipo de avión cuyo fuselaje y motor era el convencional, y lo mismo la tracción delantera a hélices, pero que en lugar de llevar planos de Sustentación, o sea, alas, llevaría una gran hélice horizontal de cuatro brazos que permitiría el despegue en menos espacio, y el aterrizaje en vertical. A este aparato lo denominó «Autogiro». La construcción y montaje los efectuó en el aeródromo de Getafe durante el año 1922, y el día 22 de enero de 1923, en el mismo aeródromo, realizó satisfactoriamente su primera prueba. Todavía necesitó introducir más perfeccionamientos, construyendo en esos años cinco autogiros con innovaciones. Por fin, el 12 de diciembre de 1924, realizó su prueba internacional ante representantes del Ministerio del Aire del gobierno inglés, despegando del aeródromo de Getafe y aterrizando en el de Cuatro Vientos, invirtiendo en el despegue, vuelo y aterrizaje ocho minutos y doce segundos.
Tras este éxito fue invitado a realizar demostraciones de su autogiro en Inglaterra y Estados Unidos. En Inglaterra fundó la The Cierva Autogiro Co. Y en Estados Unidos la The Autogiro Company of América en 1925.
El autogiro tuvo vigencia durante varios años, hasta que su uso fue abandonado al inventar él mismo, en 1930, otro aparato de despegue y aterrizaje vertical, el helicóptero, mucho más costoso en su construcción, pero de mayor rendimiento y maniobrabilidad, ya que la hélice horizontal en el autogiro es simplemente hélice un plano de sustentación, mientras que en el helicóptero es una motriz ascendente y descendente.
El autogiro fue durante una década el aparato más perfecto del mundo y el helicóptero, a partir de 1934, un aparato insustituible para salvamentos, policía y ejercito, que todavía hoy tiene plena utilidad. Tras la muerte de Juan de la Cierva y Codorniu en un accidente de aviación en que iba como pasajero, en 1936, han sido muchos los países que se han dedicado a la fabricación de diversos modelos de helicópteros. Pero ello no disminuye la gloria de que este aparato fuera inventado por un ingeniero español, aquí en Madrid.
Otro gran científico de este tiempo fue don Juan Dantín Cereceda, nacido en 1881, insigne geógrafo y padre de la moderna geografía. Hasta su aparición la geografía de España era simplemente una lista de cordilleras y sus montañas, y otra lista de ríos con sus afluentes. Dantín Cerecedas dio a esa ciencia un sentido más profundo, extrayendo de la Geología y de la Física los conceptos de choques de masas originando plegamientos orográficos, hundimientos de mesetas, retirada de mares y estratificaciones sedimentarias. Puede decirse que gracias a Dantín Cerecedas lo que antes se conocía como regiones españolas, derivadas de los antiguos reinos medievales, pasa en los años de 1910 a 1930 a convertirse en regiones naturales, depresiones, valles morenas de glaciares y escorrentías de montaña.
Dantín Cerecedas publicó numerosos trabajos de investigación y divulgación, además de sus dos obras fundamentales, Resumen fisiográfico de la Península Ibérica y Regiones naturales de España. Su influencia en la juventud universitaria fue inmensa y, gracias a él, España contó, a partir de su tiempo, no sólo con muchos geógrafos excelentes, sino que los conocimientos geográficos divulgados por sus libros y conferencias impregnaron a toda la sociedad culta. Dantín Cerecedas hizo el milagro de que un tema árido se oyese con delectación, como si los términos geológicos, cámbrico, silúrico, carbonífero y pérmico adquirieran vida, y realizasen ante nosotros su lucha ancestral para conformar a nuestra vista el mapa de España.
Dantín Cerecedas murió todavía en plena activad, con sólo sesenta y dos años, cuando aún le quedaban ocho de ejercicio de su cátedra y muchos más para su infatigable labor. Falleció en 1943.
Julio Rey Pastor fue el más insigne matemático de España de la época. Nacido en 1888 en Logroño, marchó pronto a Madrid para doctorarse en Ciencias en muy temprana edad. Pertenecía a una familia de matemáticos y uno de sus hermanos, Alfredo, también ejerció como profesor, con singular acierto.
Pero Julio superó a su familia, a su ambiente y a su universidad. Pronto comprendió que las matemáticas de su época quedaban cortas para las necesidades de los nuevos tiempos, así que tomó contacto con los mejores matemáticos alemanes y de otros países, y consiguió reunir las diversas teorías, para elaborar sus propios sistemas, superando con mucho a los principales genios de la ciencia matemática de principios del siglo.
Catedrático de Análisis matemático de la Universidad Complutense, fundó en Madrid la Sociedad Matemática Española, integrándola en los principales organismos científicos internacionales. Entre sus publicaciones destacan Introducción a las matemáticas superiores, Teoría geométrica de la polaridad, Análisis algebraico, Álgebra superior, Logaritmo de convergencia, Aplicaciones técnicas y varios estudios e históricos de las matemáticas, entre ellos Colón y el magnetismo y Las matemáticas españolas en el siglo XV.
La labor de Julio Rey Pastor, entre los años 1910 y 1950 fue inmensa. Sus descubrimientos matemáticos permiten afrontar los problemas nuevos que van apareciendo en el progreso de la ingeniería, la arquitectura, la navegación aérea y la navegación espacial. Ecuaciones impensables antes, y que sirven para resolver cálculos de nuevas situaciones técnicas.
Invitado por el gobierno de Argentina, ocupó algunos años una cátedra de la Universidad de Buenos Aires y la presidencia la Unión Matemática Argentina.
José Torán es otro de los grandes científicos de aquellos años. Nació en 1916, se tituló como ingeniero de caminos en Madrid, especializándose en la construcción de embalses. Tras la primera etapa de actividad encontró estrecho el ambiente europeo y se marchó a Oriente Medio, donde tanto falta por hacer. Allí construyó presas y canalizaciones en los ríos Tigris y Eufrates, convirtiendo desiertos en regadíos, fue nombrado consejero por el gobierno del Irak y llegó a ser presidente del Comité Internacional de Grandes Presas.
Miembro de los principales organismos internacionales del ramo, llegó a tener trabajando en las construcciones de varias presas, sus canales, y sus carreteras y puentes, a más de treinta mil trabajadores, y era tal su prestigio y la solvencia de sus sociedades, que llegó a emitir moneda propia, más cotizada que la de los países de la zona, y que tenía la ventaja de ser moneda internacional en todo el Oriente Medio. Murió en 1981. Fue la figura más internacional de la ingeniería española en la segunda mitad del siglo XX.
Y ya en otra rama de las ciencias, la Medicina, podemos referir varios de los más destacados médicos que en Madrid han ejercido con brillantes la profesión.
En primer lugar, el doctor don Manuel Tolosa Latour, médico del hospital del Niño Jesús de Madrid. Además de ser un excelente clínico se ocupó de los problemas de la infancia, escribiendo varios libros, entre ello La defensa del niño en España y La madre española. Su actividad en este terreno fue tan intensa que consiguió convencer a los políticos de la necesidad de legislar en defensa de la infancia, y consiguió la promulgación de una ley que suprimió el trabajo de los niños, que antes no tenía límite de edad y había niños de siete y ocho años trabajando en fábricas y talleres.
Tolosa Latour creó además la terapia mixta de baños y sol para las enfermedades infantiles de escrófulas y otras, para lo que construyó un sanatorio infantil en la playa de Chipiona (Cádiz) a la que llevaba niños de Madrid a temporadas de balneario patrocinado por la reina doña María Cristina. Tolosa Latour por sus méritos científicos fue nombrado Académico de la Real Academia de Medicina de Madrid.
El doctor Don José Ortiz de la Torre fue uno de los pioneros la cirugía torácica del mundo. El 29 de mayo de 1907 realizó en el Hospital Provincial de Madrid la primera intervención quirúrgica directa en corazón, reconstruyendo una aurícula destrozada por un cristal en una riña de muchachos, intervención que fue comentada en las principales revistas europeas y americanas de la especialidad. En una época en que la anestesia estaba en mantillas y en que no existían los antibióticos, y en la que el problema de la diferencia de presión entre el interior y el exterior de la caja torácica no estaba aún totalmente resuelto, encontrándose entre la cámara de hipopresión y el manguito de intubación de Sauerbruch, la operación realizada por el doctor Ortiz de la Torre en Madrid constituyó un acontecimiento de resonancia mundial.
En 1918, al terminar la Guerra Europea, se produjo una epidemia a nivel mundial titulada «la gripe española», no porque se iniciara en España, sino porque los viajeros llegados a España, procedentes de la emigración rusa producida por la revolución comunista, la trajeron. Probablemente el virus de la gripe en la Rusia del Norte, era un virus «comensal» que no se manifestaba con gravedad y no pasaba de un catarro, pero al cambiar de clima aumentó su virulencia. Ello provocó que en Europa y América la gripe causara más de diez millones de muertos.
En Madrid el doctor Chicote, de la beneficencia municipal, inventó, o creó, una vacuna contra el virus de aquella gripe que consiguió inmunizar a la mayor parte de la población madrileña, dándose el caso curioso de que la mal llamada «gripe española» el país donde menos muertes causó fue, precisamente, en España. Este descubrimiento del doctor Chicote tuvo después una gran trascendencia em el conocimiento de la inmunoterapia.
El doctor Gregorio Marañón. Este insigne médico madrileño fue el iniciador en la medicina mundial de la endocrinología.
Nacido en Madrid en 1887, cursó la carrera de Medicina siendo discípulo de los famosos doctores Medinaveitia y Olóriz. Desde los inicios de su carrera se interesó por los problemas de la medicina interna, enfermedades sin causa conocida, sin contagio y que se resistían a la terapia farmacológica de la época. Instalado en la cátedra y en la investigación, encontró sorpresas en las que nadie antes había reparado, tales como la sensibilidad de los enfermos de mal de Addison a la insulina, y las que él descubrió y dio nombre de «enfermedades beneficiosas» y «enfermedades respetables». Así, el mixedema ligero es beneficioso para los enfermos de taquicardia paroxística, tromboangitis obliterante y alteraciones coronarias, dolencias que se benefician de aquella disminución de la actividad tiroidea; por lo que en ciertos casos se debe provocar artificialmente la enfermedad de hipofunción tiroidea para mejorar aquella dolencia cardiaca.
Habiendo estudiado algunos pacientes de hipotiroidismo que le llegaron procedentes de la región de las Hurdes, provincia de Cáceres, supo que en aquella comarca la hipofunción tiroidea era muy frecuente, y al mismo tiempo el nivel económico e higiénico era ínfimo, por lo que decidió estudiar directamente sobre el terreno aquella endemia, y cuando comunicó a don Alfonso XIII el tema, se interesó tanto el monarca que decidió ir a las Hurdes acompañado del doctor Marañón, y puestos de acuerdo con el obispo de la diócesis de Coria, don Pedro Segura y Sáez, salieron de Madrid con un mínimo séquito para dirigirse a Coria realizando la primera parte del viaje en coches, y desde Coria a lomos de mulas, ya que no existían vías de comunicación para los coches. En el viaje, el Rey se informó de la situación de pobreza y atraso en que se encontraba la comarca, y la necesidad de promover su desarrollo. El doctor Marañón, por su parte, comprobó el número de individuos aquejados de cretinismo, bocio y enanismo, encontrando en todos ellos los signos de hipofunción tiroidea como causa de sus dolencias.
El viaje del Rey a las Hurdes significó la inmediata creación del Patronato Real de las Hurdes, instalándose allí dispensarios y otros medios sanitarios, escuelas y otras mejoras sociales. Pero para la Medicina fue aún más beneficioso el viaje, ya que el descubrimiento realizado por el doctor Marañón sobre la etiología del cretinismo y enanismo referidos a deficiencia tiroidea permitió un gran avance en el tratamiento de estas dolencias a nivel mundial. En realidad, puede decirse que una gran parte del conocimiento de la endocrinología que todavía hoy tenemos es producto de los estudios del doctor Marañón, que los dio a conocer al mundo a través de sus dos libros fundamentales: Manual de enfermedades del tiroides y Las glándulas de secreción interna.
Gregorio Marañón y Posadillo fue, al mismo tiempo que eminente médico, un gran filósofo y un excelente historiador, en cuya rama publicó las biografías de algunos personajes célebres como Tiberio, Antonio Pérez, Luis Vives y el Conde Duque de Olivares, uniendo la historia a la medicina. Algunos de sus libros más destacados son: Ensayo biológico de Enrique V de Castilla, Amiel, un estudio sobre la timidez, y sobre medicina y filosofía Tres ensayos sobre la vida sexual: amor, conveniencia y eugenesia.
El doctor Marañón, para descansar de su trabajo de hospital y cátedra, adquirió un cigarral o finca de recreo en Toledo, al otro lado del río. Allí se encerraba a escribir sus libros y allí recibía a sus amistades, llevándose a lo más florido de la intelectualidad madrileña a pasar inolvidables ratos de asueto, que comenzaban por la mañana paseando por el campo entre almendros, olivos y albaricoqueros, y terminaba al anochecer en tertulia del más de nivel literario y artístico. Allí se reunieron los Machado, Pérez Ayala, Unamuno, y otros grandes escritores. Y allí escribió Marañón en la Semana Santa de 1930 las primeras páginas de su libro sobre interpretación de las figuras de los cuadros de El Greco•
Elegido académico de las Reales Academias de Medicina, de Ciencias, de Lengua Española, de Bellas Artes de san Fernando y de la Historia, es, sin duda, un caso único en la historia académica española de que una misma persona pertenezca por sus méritos a cinco Reales Academias.
Su actuación en política en los años 20 fue decisiva, ya que, enfrentado al general Martínez Anido, fue sancionado durante la dictadura, negándosele el cargo de director del Hospital del Rey al inaugurarse éste en 1925. Marañón se unió al grupo de intelectuales republicanos, y participó en la Alianza Republicana con Giral, Machado, Ortega y Gasset, Blasco Ibáñez y otros, y en la reunión de 17 de agosto de 1930 en San Sebastián, donde se acordó el llamado Pacto de San Sebastián para derribar la monarquía. Tras el advenimiento de la república, disconforme con el rumbo que tomaban los acontecimientos, y la influencia soviética en la política española, se exilió al final de la guerra, pero volvió a España en los años 40, realizando su labor científica en Madrid hasta su muerte el 27 de marzo de 1960.
Marañón fue uno de los hijos más ilustres en ciencia que ha tenido Madrid, por ello el estamento intelectual madrileño, representado por su Universidad Complutense, erigió en su memoria un espléndido monumento, obra del escultor Pablo Serrano, en el campus de la Ciudad Universitaria, junto a la Facultad de Medicina donde él ejerció con extraordinaria sabiduría su labor docente.
Es terrible pensar que los propios españoles hayan contribuido a crear la falsa imagen de que España es un país donde la Ciencia, en sus distintas ramas, está ausente. La imagen de que somos un país apático en cuanto significa esfuerzo intelectual creativo. Y resulta especialmente dramático el que uno de los más considerados pensadores de España, lanzase la hiriente frase «Que inventen ellos», como si España hubiera de renunciar a entrar en el progreso universal, quedándose en simple espectador, ni siquiera del desarrollo tecnológico, sino en espectador de sí mismo, ajeno al pensamiento científico y sus aplicaciones.
Pero frente a aquellas frases, compendio del pesimismo de la generación del noventa y ocho, la realidad era muy distinta, brillante: una España en la que florecían, por todas las regiones cerebros privilegiados y corazones entusiastas en el cultivo de las ciencias con todo lo que ello lleva de sacrificio. Una ciencia muy a la española, distinta por completo del «trabajo en equipo» de los investigadores extranjeros. Aquí florecieron, en los primeros años del siglo XX, los que acabamos de mencionar, procedentes de todas las regiones españolas y desarrollando sus investigaciones en Madrid: Santiago Ramón y Cajal, creador de la Neurología moderna, y Premio Nóbel. Leonardo Torres Quevedo, creador de la cibernética, inventor del mando a distancia, constructor del funicular de las Cataratas del Niágara y diseñador de la armadura flexible que permitió aumentar el tamaño de los Dirigibles. Eduardo Torroja, a quién se debe el progreso de la construcción con cemento armado con hierro, el gran progreso de la arquitectura moderna. Juan de la Cierva y Codorniu, inventor del Autogiro, precursor del helicóptero y de los aviones de despegue vertical. Juan Dantín Cerecedas, autor de las más avanzadas teorías sobre los plegamientos orogénicos y el movimiento de las placas tectónicas, teorías sobre las que se basa cualquier proyecto de protección civil frente a la amenaza de terremotos. José Torán, creador de la técnica para la construcción de grandes presas para embalses de agua que permitió la vida de países enteros en el Oriente. Manuel Tolosa Latour, médico protector de la infancia tanto en la curación de la escrofulosis como en conseguir la primera ley para prohibir el trabajo de los niños. Julio Rey Pastor, padre de las matemáticas modernas, que han permitido los cálculos para los vuelos astronautas, y para los satélites artificiales. José Ortiz de la Torre, iniciador de la cirugía cardiaca. César Chicote, el médico laboratorista que creó la prima vacuna contra la gripe en 1918 y el iniciador de los estudios de la inmunoterapia a nivel mundial. Y el doctor Gregorio Marañón, a quien se debe el conocimiento de la función de las glándulas de segregación interna, y primero en los estudios de la endocrinología.
Todo esto se gestó y se desarrolló en Madrid, con escasos medios, pero con increíble vitalidad. El Madrid que, a pesar del quebranto económico, de la pérdida de las colonias, era capaz de construir la Gran Vía con magníficos edificios en los que no se escatimaba la belleza arquitectónica y estatuaria. Un Madrid que no sólo participó en el progreso del siglo XX mundial, sino que en muchas ramas de las ciencias fue indiscutible adelantado; crisol en que se ha fundido y concentrado todo el genio de todas las regiones de este gran país llamado España.
(c) José María de Mena 2009
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