Allá por el siglo XVII, unos cofrades de Triana, descontentos con su Hermandad, decidieron separarse de ella y hacer una nueva cofradía en el templo de la famosa Cartuja de Santa María de las Cuevas, próxima al barrio de Triana. De nada sirvió que su Hermandad, y personas de recta conciencia y acrisolada piedad, intentasen disuadirlos de aquella nueva fundación que ponía en peligro la unidad que hasta entonces había reinado en ella, y que este ejemplo entre el vecindario podía generar mayores males espirituales.

Sin embargo, se mantuvieron en su idea, y para llevarla a cabo encargaron al célebre escultor Juan Martínez Montañés que les fuera haciendo un gran Cristo Crucificado, para ‘las procesiones de la futura cofradía.

Ocurrió sin embargo que, cuando ya estaba terminado el Cristo, llegó al puerto de Sevilla una fragata que regresaba del Nuevo Mundo. Apenas atracó al muelle de la Torre del Oro, cuando saltó a tierra un capitán del llamado Tercio de Mar, tropa que protegía los barcos de la Real Armada, y dirigiéndose a la catedral preguntó por dónde podría encontrar una imagen que deseaba adquirirLe encaminaron hacia el taller del escultor Martínez Montañés Y al ver el Cristo Crucificado que acababa de labrar le pidió que se lo vendiese. Intentó resistir el artista, pero tales y tantas razones le dio el capitán que acabó por ceder, y en breve rato la imagen, cuidadosamente envuelta en paños, fue transportada a la fragata, que pronto zarpó a correr la costa en busca de la ruta del Cantábrico.

Cuando los promotores de la escisión de la Hermandad supieron que Martínez Montañés había vendido el Cristo para fuera de Sevilla se indignaron, pero aquellas personas que antes habían intentado disuadirles de su empeño, consiguieron convencerles de que tomasen el suceso como una manifestación de que no era voluntad Divina el que se fundase la nueva cofradía, y así se reconciliaron con su Hermandad y ya no se volvió a hablar de fundar otra en la Cartuja.

Pero esta tradición tiene una segunda parte que hemos de averiguar, no en Sevilla sino en Guipúzcoa. Cuando la fragata llegó al puerto de Guetaria, donde debía rendir viaje, el capitán, que se llamaba Andrés de Urbieta, hizo cargar en unas mulas varios fardos en uno de los cuales iba la imagen del Cristo, y tomó la vuelta de Vergara. En la villa de Vergara había una pequeña ermita en la que se veneraba a San Pedro, y ante la pequeña ermita se detuvo la recua, que encabezaba el capitán montado en un caballo, seguido de los muleros que guiaban las acémilas.

Entró don Andrés de Urbieta en la ermita, habló con el capellán y le dijo:

—Soy Andrés de Urbieta, el hijo de Rodrigo de Urbieta, quien murió de pena y de vergüenza por mi mala conducta. Mi última fechoría mientras viví en este pueblo fue robar las joyas de esta ermita. Hoy, al cabo de veinte años de haber peleado como soldado, y haber llorado la muerte de mi buen padre, he venido a pedir perdón y a indemnizar a la ermita de aquel inicuo robo. Aquí tenéis, en estas cajas, la suma de veinte mil doblones de oro, para que una parte la entreguéis a los pobres de Vergara, y la otra sirva para derribar esta vieja ermita y construir en su lugar un nuevo templo de mayor grandeza. Y Os ruego que en ese templo pongáis a la veneración de los fieles la imagen del Cristo que aquí viene y que será el testimonio de mi expiación.

Y ésta es la causa de que, en aquel pueblo de Guipúzcoa se conserve y se haya hecho famoso el Cristo de Vergara.

Nota: la historia en realidad nos dice que el Cristo de Vergara fue encargado a Juan de Mesa, alumno aventajado de Martínez Montañés, por Juan Pérez de Irazábal, contador mayor de Felipe III y Felipe IV en la Real Hacienda de Sevilla, natural de Vergara, y entregado por su hijo Juan Bautista Pérez de Irazábal.

(c) José María de Mena, 1.992

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