Almotamid, el rey poeta, nieto del fundador de la dinastía de los Ben-Abed, Mohamed Ben Abed Abu-Al-Qasim, que se había independizado del Califato cordobés en 1029 transformándose de simple «walí» o gobernador, en rey del territorio sevillano, e hijo del segundo rey de Sevilla Almotahdi, nació en Sevilla y habría de ser el más grande, el más glorioso, y al mismo tiempo el más infeliz de los reyes de la España musulmana.

Había heredado de su padre Almotahdi, la afición a la poesía, para la que tenía especial disposición. Sin embargo, el ser poeta no le estorbaba para ser guerrero. No era hijo primogénito, sino segundón y no habría tenido oportunidad de reinar, si su hermano Ismail, más ambicioso de lo que le convenía, no hubiera intentado heredar el trono prematuramente. Ismail, enviado por su padre a luchar contra los cordobeses, puso el ejército en facción, regresó a Sevilla, donde no estaba su padre, y después de saquear el tesoro del Estado, temeroso de que su padre volviera a castigarle, marchó con sus tropas hacia Algeciras, apoderándose de varios castillos.

Almotahdi, salió en su persecución, y los jefes militares sublevados, para escapar al castigo y alcanzar el perdón del rey, prendieron a Ismail entregándolo a su padre, quien hubo de juzgarle y condenarle a muerte, La pesadumbre que le causó este suceso, afectó tanto al rey que murió poco después, dejando sucesor del trono a Almotamid.

Almotamid Billah Ebn Abed, que este es su nombre completo, reunía en sí todas las virtudes de la raza árabe pura: ingenioso, cortés, hospitalario, elocuente y amable. Faltábale sin embargo una cualidad árabe que era la crueldad, y la afición a la violencia, propias de los guerreros musulmanes, Prefería la paz a la guerra, y cuando por necesidad había de tomar las armas, procuraba limitar el derramamiento de sangre a los términos inevitables, mostrando luego su clemencia y su templanza.

Sus ideales políticos pueden deducirse de su conducta. Aspiraba a una confederación de pequeños estados peninsulares, tanto mahometanos como cristianos. Ideal impropio de su tiempo, y que sin embargo se realizará siglos más tarde en la Italia del Renacimiento.

En la política interior, procuró crear un estado en el que la clase intelectual predominase sobre la clase terrateniente y sobre la influencia d los alfaquíes.

Ideas tan fuera de la realidad de su tiempo, le atrajeron la animosidad, el recelo, la envidia y finalmente la abierta hostilidad de los grupos que vieron disminuida su influencia, y que llegaron a labrar su ruina.

Acababa de ser proclamado rey, cuando supo que un poeta sevillano Abdelchalill, famoso por su agudeza en la sátira había escrito unos versos en que, refiriéndose al amor, afirmaba que la fidelidad era tan falsa como el cuento de que un rey obsequió a un poeta con mil monedas de plata.

Al oír aquellos versos, Almotamid llamó a su tesorero y le ordenó que entregase mil dirhemes a Abdelchalill, para demostrarle, que lo mismo que era cierto el cuento del rey generoso, bien podía ser también cierta la fidelidad en el amor.

Tenía Almotamid por amigo y poeta de corte en su juventud, a un cierto poeta llamado Abenamar, que había nacido en Silves, o en Córdoba, pero que residía en Sevilla. Este Abenamar era al mismo tiempo filósofo y brillantísimo polemista. Algunas veces solían disputar en verso, improvisando.

Caminaban en cierta ocasión Almotamid y Abenamar por las afueras de Sevilla, cuando vieron que el agua del Guadalquivir presentaba un bellísimo aspecto, rizada por la brisa e iluminada por los reflejos de púrpura del poniente. Almotamid, embelesado en la contemplación del paisaje, propuso a Abenamar improvisar en verso una descripción y comenzó con estas palabras:

«La brisa convierte el río en una cota de malla«

Esperaba Almotamid que su acompañante Abenamar podría completar los dos versos para formar una estrofa, pero el poeta no acertó a rimar pronto escucharon que detrás de ellos una voz femenina, dulce y armoniosa decía:

«La brisa convierte el río en una cota de malla;

mejor cota no se halla

como la congele el frío».

La rima era irreprochable, pero más aún la metáfora, ya que en Sevilla nunca hiela, resultaba exótico y cautivador el imaginar el agua rizada del río, congelada, formando una rígida cota de malla.

El rey y el poeta volvieron la cabeza y encontraron frente a sí a una linda descalza de pie y pierna, que al verlos cubrió rápidamente su rostro con el velo que llevaban las mujeres musulmanas, y emprendió veloz carrera, riendo con alegres y musicales carcajadas.

Mandó Almotamid al poeta que siguiera’ a distancia a la joven, y que después le diese cuenta de donde vivía.

A la mañana siguiente envió el rey sus guardias a la casa donde la muchacha había entrado, con orden de conducirla a su presencia.

—¿Cómo te llamas?

—Itimad. Pero como trabajo en casa del mercader Romaicq, me llaman Itimad la Romaiquia.

—¿Eres casada?

—No

—Entonces te compraré a tu amo.

Pidió el rey al mercader Romaicq que le vendiese la esclava, a lo que el mercader replicó que se la regalaba muy gustoso. Pensaban todos en la corte que se trataba de un capricho sensual del monarca, pero fue grande el asombro de Sevilla al saber que Almotamid se casaba legítimamente con la esclava, convirtiéndola en reina.

Fue Itimad tan inteligente y graciosa, que se hizo perdonar fácilmente su humilde origen. Su talento literario que había mostrado cuando compuso aquellos versos improvisados, se pulimentó aún más, convirtiéndola en una auténtica poetisa, que brillaba con luz propia en aquella corte de poetas: Muy pronto fue Itimad el centro de un ambiente extremadamente poético, tal y como en los países de Aragón, Navarra, Cataluña e Italia habrían de ser, siglos más tarde, las cortes renacentistas en los tiempos del «gay» saber, bajo la protección de damas como Clementina de Isaura.

Sin embargo, Itimad no era completamente feliz como reina, Echaba de menos la libertad de su infancia, el correr por los campos, el deambular por los barrios, y el trabajar en el modesto oficio de la fabricación de ladrillos y cerámica en que había pasado sus primeros años en el barrio de Triana en casa de su amo que Romaicq.

En cierta ocasión, descubrió Almotamid que su esposa estaba triste.

—¿Qué te pasa, Itimad?

—Tengo nostalgia. Me gustaría tanto poder pisar el barro en un con las otras muchachas que fabrican los ladrillos en Triana.

—No llores por eso, que yo te prometo que pisarás el barro y volverá a tus ojos la risa.

Mandó Almotamid mensajeros a todos los puntos de su reino, ordenando que se recogiesen todas las existencias de canela que hubiese en las especierías. De allí a una semana, cuando se despertó Itimad una mañana le dijo el rey:

—Puedes bajar al patio y allí encontrarás lo que deseas.

En efecto, el patio del palacio estaba cubierto de una espesa capa de barro. Cuando bajó Itimad con los pies descalzos, comprobó que el barro estaba amasado con canela y costosos perfumes, y allí estuvo jugando con sus doncellas un buen rato, pisando el barro, descalza y feliz.

Pasado algún tiempo, Itimad volvió a mostrar señales de melancolía. Para distraerla, Almotamid la llevó a Córdoba, ciudad que él poseía y en la que tenía hermosos palacios. No lograba sin embargo sustraer a Itimad de su tristeza, y un día se decidió a preguntarle por qué suspiraba:

—Me gustaría tener como las otras reinas de España, territorios en los que hubiera nieve en el invierno.

—Eso es imposible, Itimad, porque nuestro reino es todo en la parte más templada de España, y aquí nunca puede nevar.

Sin embargo, para complacerla, hizo Almotamid cuanto estuvo en su mano. Y cierta mañana cuando se despertó Itimad y se asomó al ajimez de su gabinete, vio con asombro que todo el campo estaba blanco.

Palmoteó Itimad con alegría infantil y acudió al lado de Almotamid:

—Ha nevado; ha nevado. Está todo cubierto de nieve.

Almotamid reía también, porque ella no adivinaba su amorosa superchería. El rey para alegrar a Itimad había hecho que todos los montes que rodean a Córdoba, fueran plantados de almendros, y al abrirse las flores todo el campo había aparecido blanco.

Almotamid estaba tao enamorado de Itimad que constantemente le escribía hermosos versos. He aquí uno de los que se conservan:

Invisible a mis ojos, presente en mi corazón,

TE quiero hacer infinitamente feliz, como infinitamente yo lloro y me desvelo por tu amor.

Impaciente era yo con todas, y ninguna me sujetaba a su yugo, pero me rindo fácilmente a tus deseos,

MI anhelo es tenerte cada instante a mi lado. Ojalá pueda conseguirlo pronto.

AMADA mía, piensa en mí y no me olvides aunque mi ausencia sea prolongada.

DULCE es tu nombre; con las iniciales de este verso, lo acabo de escribir.

En efecto este poema es un lindo acróstico, cuyas letras iniciales leídas de arriba abajo forman el nombre de Itimad.

Solamente se pusieron en contra de Itimad los alfaquíes más intransigentes, que no veían con buenos ojos que una esclava hubiera ocupado el trono que debería haberse ofrecido a una princesa de las estirpes de la Arabia. Por otra parte, Itimad participaba en la vida literaria y política y su ejemplo estaba emancipando a las mujeres de la vida de embrutecimiento y harén en que vivían. Se dice incluso que Itimad dejó de llevar el velo en el rostro, y la imitaron de buen grado muchas mujeres sevillanas. Todo esto tenía cierto aire de revolución de costumbres, que los alfaquíes veían como pecado y desprecio al Corán.

Pocos reyes pueden ufanarse de haber tenido una corte literaria tan brillante, y haber formado parte de ella. Sin duda que el mejor poeta de todos era el propio Almotamid del que se conservan poesías heroicas:

«Y luego cual rayo volar al combate y audaz, por las filas contrarias entrar y como el villano espigas abate cabezas sin cuento en torno segar»

Aunque la traducción de les versos de Almotamid hecha por don Juan Valera es pésima, se vislumbra algo de lo que pudo tener de enérgica esta estrofa.

Hizo poesías amorosas las más delicadas de su siglo, en las que se mezcla la añoranza con el erotismo:

 «Lejos de tí penando de continuo

infortunios recelo;

ebrio me siento, pero no de vino

sino de triste y amoroso anhelo.

Vuélvete dueña amada

sólo volverme así la dicha puedes

que está mi corazón aprisionado

 para siempre en tus redes».

Y poesías elegíacas que más adelante veremos.

Junto a Almotamid florecieron, además del poeta, Abenamar„ a quien nombró su visir, y más tarde le dio el gobierno de una provincia, otros muchos escritores, ya que como dice Abenjacán, «Era el más liberal hospitalario, magnánimo y poderoso entre todos los príncipes de España su palacio era la posada de los peregrinos, el punto de reunión de los ingenios, y el centro adonde se dirigían todas las esperanzas, de suerte ninguna otra corte de los príncipes de aquella época, acudían tantos sabios y tantos poetas de primer orden»

Abdelchalill, poeta lírico y a veces satírico.

Abubecquer Benzaidún, rival de Abenamar.

Abenhamdis, natural de Siracusa, pero refugiado en Sevilla adonde llegó fugitivo de su patria invadida por los normandos. Abenhamdis es un claro ejemplo de lealtad y amistad, pues no se separó de Almotamid cuando éste fue destronado y conducido a Marruecos.

Abenlabana, poeta e historiador a quien debemos el relato detallado y lastimoso de la ruina de la monarquía sevillana.

El rey Almotamid envió a su hijo Raxid que era adolescente para que le representase, en un ejército, cuyo mando efectivo llevaba el poeta Abenamar, para conquistar Murcia, Contra el rey de taifa de Murcia, se formó una alianza entre el reino de Sevilla y el Condado de Barcelona’ que regía Ramón Berenguer II, «Cabeza de Estopa» y el catalán exigió que el sevillano le entregase en prenda como rehén, al príncipe Raxid, para asegurarse del pago que Sevilla haría por el empleo de tropas catalanas• Abenamar no comunicó a Almotamid esta cláusula, y habiéndose retrasado el de Sevilla en el pago, faltó poco para que el Conde hiciera matar al príncipe sevillano.

Al saberlo, Almotamid tuvo un acceso de cólera, prometió que castigaría a Abenamar, pero luego al recibir una carta en verso, muy  humilde, le perdonó.

De este Abenamar se cuenta aquella anécdota de que habiendo entrado el rey Alfonso VI con un ejército en tierras de Andalucía, Almotamid envió al poeta como embajador para intentar frenar el avance del castellano. Después de cambiar presentes, comieron y jugaron al ajedrez, proponiendo Abenamar que quien perdiera, hubiese de pagar un grano de trigo por cada cuadro del tablero, pero duplicándolo respecto al cuadro anterior.

Aceptó Alfonso, y perdió. Hizo número y resultaba que a fuerza de doblar y doblar el número de granos a medida que contaba más cuadros, no habría trigo en todo el reino de Castilla para pagar la deuda. Entonces Abenamar le ofreció devolverle su palabra y cancelar la deuda de honor, si se retiraba con su ejército, como así lo hizo el castellano. De este modo salvó Abenamar a Sevilla.

Más tarde, Almotamid volvió a enviar a Abenamar al mando del ejército, y conquistó Murcia otorgándole el cargo de «walí» o gobernador. La separación al estar cada una ciudad, hizo que se enfriase su amistad. Por otra parte, Abenamar al verse con el cargo de «walí» se ensoberbeció, e incluso llegó a tomarse más atribuciones de las que le pertenecían, «usando un gorro alto para recibir las audiencias igual que el propio rey Almotamid».

Parece que esto no era indicio de auténtica rebelión, sino simples muestras de vanidad. Sin embargo, los enemigos de Abenamar, entre ellos el envidioso poeta Abubecquer Ben Zaidun, que le había sucedido en el cargo de visir, hinchaban la gravedad de los hechos para enfurecer a Almotamid contra Abenamar. Se agravaron las cosas cuando Abenamar desde Murcia, incitó a los valencianos a sublevarse contra el rey de Valencia Abd-el-Aziz, que era amigo y aliado de Almotamid, La arenga escrita por Abenamar para los valencianos fue conocida por Almotamid quien se burló de su tomo grandilocuente, y estando de buen humor, escribió una sátira parodiándola. Abenamar herido en su amor propio de poeta, replicó entonces, escribiendo unos versos en los que ridiculizaba a Almotamid, pero de paso dejaba caer sobre Itimar vergonzosas calumnias e infamias.

Almotamid que había perdonado a Abenamar, desobediencias, torpezas, e incluso el haber puesto en peligro la vida de su hijo, no quiso perdonar las ofensas hechas a su esposa, por lo que juró la muerte de Abenamar, Envió tropas contra Murcia, y Abenamar huyó a Alicante, Después de varios años de guerra, Abenamar fue hecho prisionero en el castillo de Segura.

Almotamid, cumpliendo lo que había jurado, le dio muerte por su propia mano con su lanza, no sin amargura porque el rey sevillano había querido como a un hermano, al que luego le traicionó.

Almotamid había tenido varios hijos de su esposa Itimad, única mujer que tuvo en su vida, pues aunque el Corán le autorizaba a tener un harén, nunca quiso tener más mujeres. De estos hijos conocemos los nombres de Raxid y de Zaida, pero sabemos que por lo menos tuvo otra hija más,

Después de haber ensanchado su reino con la conquista de Murcia, era Almotamid el más poderoso rey musulmán de España. La capital espiritual había dejado de ser Córdoba, tiempo atrás al desmembrarse el Califato Entonces Almotamid, que llegaba a la cumbre de su poderío decide nombrarse Califa de los creyentes, o sea jefe espiritual de toda España. Acuden entonces desde Córdoba los doctores, los exégetas, los intérpretes de la ley coránica, se establecen escuelas de teología y filosofía, y tanto en lo piadoso como en lo literario y lo científico, alcanza Sevilla la mayor autoridad. Venían aquí incluso gentes de Egipto y del Oriente para aprender. En esta etapa de paz, prosperan al mismo tiempo que la cultura, la industria, la agricultura y el comercio. Estamos en el «Siglo de Oro» de la Sevilla árabe.

Es entonces, cuando Alfonso VI de Castilla, temeroso de que el rey sevillano, de ser tributario se convierta en émulo suyo, le pide su hija Zaida en matrimonio. Alfonso necesitaba la ayuda militar de Almotamid para atacar al rey moro de Toledo. Envió el sevillano a su Gran Visir Aben Ornar a entrevistarse con Alfonso en Ávila, y después de prolijas negociaciones, durante las cuales el castellano para hacer alarde de su poderío y no aparecer como débil ante su amigo Almotamid conquistó el famoso castillo de Escalona, que se consideraba inexpugnable, llegose a un pacto entre ambos en virtud del cual Almotamid daba su hija Zaida por esposa a Alfonso VI y se comprometía a atacar por el sur el reino de Toledo, mientras Alfonso lo invadía por el norte.

La bella Zaida fue trasladada a Burgos con gran séquito. Alfonso que y había enviudado de doña Constanza contrajo matrimonio con Zaida que previamente se bautizó tomando el nombre de Isabel con el que figura en lod documentos de la época como reina.

La linda sevillanita, además de comportarse como una buena esposa brilló en la corte castellana por su extraordinaria caridad. Almotamid le di como dote las ciudades de Huete, Ocaña, Mora y Alarcos, que él acababa de conquistar, con lo que Alfonso fue dueño de todo el reino de Toledo, parte por sus propias conquistas, parte por las arras de su mujer.

Un episodio digno de mencionarse en la vida de Almotamid, fue la visita que le hizo el embajador de Alfonso VI, don Rodrigo Díaz de Vivar, quien llegó a Sevilla con numeroso acompañamiento de gentes de guerra, siendo recibido por Almotamid con gran cortesía y amistad.

Ocurrió que por aquellos días, el rey Almudafar de Granada, entró en incursión devastadora por los territorios del reino sevillano. Formaban parte del ejército granadino varios ricos hombres castellanos, navarros y aragoneses, entre los cuales los más ilustres eran Fortún Sánchez, yerno, del rey de Navarra, don García Ordóñez conde castellano y don Lope Sánchez cada cual con sus mesnadas de jinetes y peones.

Rodrigo, como buen caballero, no podía consentir que a un amigo y tributario de su rey le atacasen, y así envió cartas a los invasores pidiéndoles que se retirasen de la tierra invadida. No tomaron en consideración este ruego, antes al contrario, burlándose del aviso, atacaron y conquistaron el castillo de Cabra.

Salió entonces Rodrigo de Vivar con su hueste, y con las tropas del rey Almotamid, encontrando a los invasores cerca del pueblo de Doña Mencía, y empeñóse una batalla que duró medio día con gran mortandad del bando granadino. Cercado el núcleo cristiano que llevaban los de Granada, Rodrigo quiso afrentar ante todo el ejército al conde don García Ordóñez, y empeñándose con él en combate singular a lanza y espada, consiguió desarmarle, y entonces le cogió por las barbas y le condujo así hasta fuera del campo de batalla, dejándole bajo custodia.

Rodrigo desbarató completamente a los granadinos, y les ocupó todo el botín que habían cogido en su incursión. Con lo rescatado y los prisioneros, regresó triunfador a Sevilla, donde devolvió a Almotamid las pertenencias que le habían sido robadas, y magnánimamente puso en libertad a los caballeros navarros, aragoneses y castellanos apresados.

Este triunfo valió a Rodrigo, el sobrenombre de Cid (Sidi, Señor) y de Campeador (campi doctor), sobrenombre con que ha pasado a la historia, y que le fue dado por los moros sevillanos al entrar en la ciudad tras la derrota de los enemigos.

Se cree que el haber devuelto el botín a Almotamid y el haber libertado los prisioneros, fue tomado a mal por Alfonso VI, quien acusó a Rodrigo de haber usurpado sus prerrogativas reales, y de haber olvidado que la batalla la hacía como simple mandatario del rey, siendo esta la razón del destierro, que la leyenda y los romances atribuyen a la jura de Santa Gadea.

La amistad entre Alfonso VI y Almotamid duró poco, pues dueño ya Alfonso del reino de Toledo, y siendo dueño de mayores territorios que ningún otro monarca de España, se ensoberbeció, y comenzó a tratar a Almotamid, no como a aliado y pariente, sino como a vasallo.

Almotamid, por antigua costumbre estaba obligado a  pagar ciertas las cuales habían sido precisamente el motivo de la venida del Cid

Un año, se atrasó en el pago y Alfonso VI, tuvo la ofensiva Ocurrencia de enviar no un embajador, sino un recaudador de alcabalas, judío de feroz de sentimiento, con orden de que cobrase directamente a los Sevilla el tributo.

Almotamid justificó su retraso en el pago, explicando que si no tenía dinero en el Erario, se debía precisamente a los gastos de la guerra con los toledanos, que ningún provecho le había reportado, así como a los gastos del ajuar de su hija. Pero el judío, desoyendo sus razones, intentó recaudar por sí mismo, dando lugar a que los moradores de Sevilla se amotinasen, con tal violencia que mataron al judío a puñaladas.

Alfonso VI al saber lo ocurrido mandó una carta a Almotamid en la tras un encabezamiento en que decía: «De parte del Emperador y Señor de las dos leyes y de las dos naciones, el Excelente y poderoso rey don Alfonso» terminaba amenazando: «Bien sabéis lo que ha pasado en Toledo, cabeza de España, y lo que ha sucedido a sus moradores; y que si vos y los Vuestros habéis escapado hasta ahora, ya os llega vuestro plazo que solo se ha diferido por mi voluntad»

La carta de Alfonso significó la ruptura, y Almotamid mandó llamar a Sevilla todos los «walíes» de sus provincias, y convocó a los reyes de taifas próximos a una asamblea. Al estudiar los efectivos con que podrían hacer frente a la invasión castellana, Almotamid dijo que los castellanos no vendrían solos puesto que contaban con alianzas y ayudas de Aragón, Navarra e incluso de Francia. Frente a esos refuerzos de los castellanos, los árabes andaluces deberían pedir ayuda a los moros de Marruecos.

El hijo de Almotamid, el príncipe Raxid, contestó:

—Padre, me parece muy peligrosa esa alianza, pues el emperador de Marruecos, si pone el pie en España querrá quedarse con ella para su propio trono, y os quitará a vosotros los vuestros.

A lo que respondió Almotamid:

—Antes prefiero acabar mis días como camellero en Marruecos, que continuar siendo rey si he de ser vasallo de los cristianos.

Con estas palabras de Almotamid que fueron apoyadas por toda la asamblea de reyes y «walíes» andaluces, Almotamid dirigió una carta al Emperador de Marruecos, Yusuf, pidiéndole que pasase a España para apoyar a los reinos árabes.

Vino pues Yusuf, con dos ejércitos, cada uno de cien mil caballos, y más de doscientos mil hombres de a pie, ejército como nunca se había visto en España desde las guerras púnicas. Uno de estos ejércitos, se esparció por el Algarbe, dirigiéndose hacia León, mientras el otro atacaba el reino de Toledo, llegando a conquistar Madrid y Cuenca.

Cuando Yusuf se vio dueño de media España, no quiso proseguir su avance, para no alejarse demasiado de sus bases de Marruecos, sino que quitándose la máscara de aliado, demostró su ambición de restaurar el califato de Córdoba, absorbiendo los reinos independientes. Desde Córdoba, se dirigió Yusuf, con poderoso ejército a Sevilla, donde Almotamid resistió valerosamente durante varios días, al cabo de los cuales, los soldados sevillanos fueron aniquilados y Almotamid hecho prisionero.

El historiador árabe Abenlabana, cuenta con desgarrador realismo el triste fin del reinado de Almotamid:

«Vencidos tras valiente resistencia, los príncipes (Almotamid y su familia) fueron empujados hacia un navío (que estaba anclado en el Guadalquivir). La multitud se apiñaba a las orillas del río; las mujeres se habían quitado los velos y se arañaban el rostro en señal de dolor. En el momento de la despedida, ¡cuantos gritos, cuantas lágrimas! ¿Qué nos queda ya? Parte de aquí, oh extranjero, recoge tus  bagajes, acopia tus provisiones y vete, porque la mansión de la generosidad está desde ahora desierta. Y tú que tenías intención de establecerte en este valle, has de saber que la familia que buscabas no está ya en él, y que la sequía ha destruido nuestra cosecha. Y tú, caballero del soberbio corcel, depón tus armas que para nada te servirán. Porque el león africano ha abierto su boca para devorarte».

Almotamid, cargado de cadenas, salió de Sevilla para morir en una prisión de Tánger. Todavía cuando el barco doblaba la curva de San Juan de Aznalfarache, volvió la cabeza el triste rey cautivo para mirar a Sevilla en una tierna y amarga despedida. Y le pareció la ciudad, «Como una rosa abierta en medio de una florida llanura» arrancándole inconsolable llanto.

Yusuf consiguió respaldar su usurpación, con un rescripto de los alfaquíes, quienes justificaban la deposición y destierro de Almotamid acusándole de herejía por haber quebrantado la ley coránica. Rescripto que sirvió además para conservar en una mazmorra a Almotamid después de haberle robado todos sus bienes.

A la llegada a Tánger, el célebre y desvergonzado poeta bufón Al-Hosri, se acercó al rey prisionero, y recordándole que en varias ocasiones le había dedicado sus versos, le pidió que le diese algún dinero, si conservaba algo de su pasada grandeza.

Almotamid miró al insolente, Se sacó trabajosamente de uno de sus zapatos una moneda de oro que valía treinta y seis ducados, y se la alargó diciéndole:

—Toma y remédiate, y dí que Almotamid no despidió nunca a sin darle alguna dádiva.

Era todo el dinero que había sacado de Sevilla.

En la mazmorra de la prisión de Agmat, siempre sujeto con cadenas que le ulceraban las muñecas y lo tobillos, Almotamid no tenía el consuelo de poder ver a su esposa Itimad ni a sus hijos. Solamente algunos de sus antiguos amigos mostrándole una fidelidad heroica, le visitaban algunas veces, disfrazados y sobornando a los carceleros. Era éstos el poeta Abu Hamed el Hicharí, quien con dádivas que recibirá en Sevilla del rey en tiempos pasados, había comprado una tienda de sedas y estaba establecido Tánger; el poeta e historiador Abelnabana y otros dos o tres fieles.

En la soledad del calabozo, Almotamid que seguía siendo excelso componía versos de memoria, y se los dictaba cuando iban a visitarle. De esos versos algunos, de conmovedora tristeza del presente y nostalgia del pasado:

«Cadena que cual serpiente

estás ciñendo mi cuerpo;

antes que tus eslabones

con el roce de sus hierros

lleguen a ulcerar mis pulsos

 y a gangrenarme los huesos,

piensa en lo que he sido antes, y

mira quien es tu preso.

La mano que amarras hoy

generosa fue otro tiempo;

amparaba al desvalido

y premiaba los ingenios;

y si empuñaba el alfanje

en el combate tremendo,

las puertas del paraíso

abría y las del infierno».

Otras veces ahondaba con sus pensamientos en los más profundos arcanos del Destino:

«Los cuidados no me dejan pensar en la alegría;

hoy se apartan de mí las miradas

mientras que antes todas me buscaban».

Pero sobre todo, el máximo dolor de su alma era la separación de su esposa Itimad. Sabía que ella estaba en tal pobreza que había de trabajar hilando para ganar un pedazo de pan.

«Lloraba cuando veía pasar una bandada de cataas; ellas eran libres y no conocían la prisión ni la cadena. Estas aves son felices; no se han separado una de otra; ninguna sufre el dolor de estar lejos de su familia; no pasan como yo la noche en horribles angustias cuando oigo rechinar las puertas de mi cárcel, sus cerrojos o sus llaves.

Ah, que Dios les conserve sus hijos; los míos carecen de agua y de sombra».

Todavía vislumbró el triste prisionero un rayo de esperanza, cuando Abenlabana le llevó la noticia de que el príncipe Abdelchabar, su hijo, había escapado del destierro, y pasando a España, había conseguido levantar un pequeño ejército con el que se apoderó de Algeciras y de Arcos. La esperanza de que los sevillanos se unieran al hijo de su antiguo rey, mantuvo a Almotamid algún tiempo, pero la intentona fracasó, y Abdelchabad no fue secundado por los sevillanos, a quienes cinco años de dominio almorávide habían sumido en la conformidad y la cobardía. Derrotado y muerto el príncipe, Itimad murió poco después, y el desgraciado Almotamid no pudo soportar ambos dolores, y expiró pocos días después que su esposa, en el calabozo de Agmat.

Tal fue la vida y la muerte de Almotamid. Tan gran poeta, que siglos después todavía era admirado por los beduinos, los críticos más exigentes de la poesía musulmana.

Valeroso, culto, justiciero, benigno, Almotamid fue el más grande de los reyes sevillanos, el hombre de mayor cultivo intelectual de su época; el espíritu más delicado que floreció en una Europa bárbara, y que señala el único momento de esplendor de la inteligencia, después del ocaso de los dioses de Atenas, y antes de encenderse en Florencia los luminares del Renacimiento,