Todavía la gente se bañaba en el río Guadalquivir. El Ayuntamiento sacaba un bando todos los años en primavera, señalando los lugares donde se podían bañar los sevillanos, y se señalaban normas de seguridad y de moral públicas. Claro que había alguna piscina, pero eran de entidades privadas como la piscina de la calle Trastamara, que pertenecía a la Federación y servía principalmente para entrenamiento de nadadores federados.
Quienes tenían posibilidades, se iban a tomar los baños en Chipiona o en Punta Umbría. La costumbre mágica y tradicional decía que los baños debían ser en número impar, y principalmente se recomendaban nueve, no más.
Y entonces aparece Juan Muñoz. Juanito Muñoz era un hombre nacido para construir cosas grandes. Frente a las grandes empresas que acaparaban las obras publicas él se decidió por sí solo a meterse en ese mundo del cemento y el hierro.
Y se lanzó de cabeza a la piscina. Quiero decir a construir la piscina municipal, para todos los sevillanos. Un complejo que se denominó Piscinas Sevilla en Ciudad Jardín. Con todo lo que en aquel entonces se consideraba lo más moderno en piscinas públicas en Europa y América. ¿
Yo iba de cuando en cuando a ver cómo marchaba la obra gigantesca aquellos años, y lo contaba en la Radio o en la prensa. Ya estaba aquello casi a punto, y un día me llamó Juan Muñoz:
-Ven a ver las Piscinas Sevilla antes de que se inauguren. Mañana vendrá el alcalde y quiero que me des tu opinión de cómo ha quedado.
Fui al atardecer. Admiré aquella piscina, ¡pedazo de piscinas! y sin darle tiempo a reaccionar me tiré al agua. ¡Lo que es la juventud! La crucé para allá, volví para acá y salí del agua, sacudiéndome como un perro.
– Querido Juan, ya está estrenada y hasta inaugurada con todas mis bendiciones. Mañana te la reinaugurará el alcalde. Y ahora vámonos.
Y así fue como de verdad, sin protocolo, se inauguraron las Piscinas Sevilla.
Juan Muñoz no era partidario que se hiciera la «Corte de Chapina” pero no tuvo más remedio que acometer la obra, por encargo de la «autoridad competente». Lo que más le dolía era tener que derribar el Puente de Tablas, la emblemática «pasadera del agua»
El relleno del río se iba haciendo con borriquitos que traían arena y escombros. Se habría podido hacer con camiones de gran tonelaje, pero lo importante era dar trabajo a infinidad de gente modesta. Ya iba muy adelantado el relleno, y ya llegaba hasta el lado del puente de tablas.
Y lo que es la Providencia. No debía llevarse Juan Muñoz el disgusto de tener que derribar el puente. El empuje ejercido par la presión lateral de la arena, y escombros empapados de agua, pudo más que la resistencia; ya que el puente estaba calculado solo para resistir el agua, así que el Puente de Tablas se inclinó hacia un costado, y se volcó estrepitosamente, quedando hecho un montón de hierros tubos y tablas.
¡Gran Juan Muñoz! Seguro que ahora estará por allí arriba, proponiéndole a San Pedro hacer alguna ampliación de las puertas de la Gloria, alguna piscina de nubes para que se bañen los angelitos.
Comentarios por Jose María de Mena