Salvador Guardiola fué una figura gloriosa del toreo a caballo. Jinete hábil y poderoso, consiguió brillar en una época en que había grandes rejoneadores como Alvaro Domecq el viejo, y el Duque de Pinohermoso. Sin embargo el que le incluyamos en el elenco de Sevillnos Ilustres no es tanto por su luminosa carrera taurina, como por su heroismo caritativo que le llevó hasta el más definitivo acto de caridad: dar su vida por los pobres.
Salvador Guardiola nació en Sevilla el 3 de noviembre de 1926. Hijo del ganadero Salvador Guardiola Fantoni, tanscurrió su infancia entre su casa natal del Patio Banderas, y el cortijo del Toruño en donde tuvo ocasión de ver los mejores toreros que acudían allí a entrenarse en la tienta de becerras y en las faenas de acoso y derribo. A los doce años ya andaba a caballo por entre los toros bravos, y en su adolescencia se movía con soltura por el «corredero» donde los caballos al galope adelantaban a los becerros para que el jinete los derribe empujando con la garrocha sobre la penca del rabo.
Estudió el bachillerato en Sevilla y sus padres le enviaron a Deusto en cuya universidad estudió la carrera de Derecho.
Desde 1950 en que termina sus estudios inicia Salvador su actuación como rejoneador en una serie de festivales benéficos, hasta el año 1953 en que se decide, llevado por su caridad, a dedicarse profesionalmente al rejoneo para destinar todas sus ganancias al sostenimiento de establecimientos para remedio de los pobres.
Actúa durante siete temporadas en las mejores plazas de España, alcanzando {no tras otro los mayores éxitos: la Maestranza, Madrid, Bilbao, Valencia, la Monumental de Barcelona.
Las épocas de forzoso descanso en invierno, porque no hay corridas, las pasa en el Toruño o en el cotijo del Pinganillo entrenándose con los caballos y los toros. Lleva una vida como todos los deportistas y toreros, sacrificada para mantenerse en forma. Guarda su secreto de que torea para los pobres, porque esas cosas no son para pregonarlas sino para mantenerlas en silencio, y que solamente Io sepa Dios.
Se casa con Mercedes Conradi, hija del ingeniero Conradi, una de las figuras destacadas de la ingeniería sevillana. Tiene una hija.
A los treinta y tres años, la edad en que mueren los elegidos, le aguarda la muerte en la Plaza de Toros de Palma de Mallorca.
Salvador está en el ruedo montando a Calen, un caballo que aún no ha terminado su doma. Hay un momento en que cita Salvador al toro, de frente, y al llegar el cornúpeta frente al caballo y el jinete inclinarse hacia adelante para clavar el rejón se produce la tragedia, chocan el toro y el caballo y Salvador cae a tierra contra el estribo de la barrera.
La primera impresión es que Salvador se había desnucado contra el tablón del estribo. Sin embargo, la película filmada por un aficionado mostró que el caballo echó bruscamente la cabeza atrás en el momento en que el jinete se inclinaba hacia adelante y el mismo golpe del caballo en la frente del jinete fué el que le dió la muerte. Cuando cayó hacia la barrera ya iba muerto.
Había sido bautizado en la pila de la iglesia del Sagrario de la Catedral, y durante toda su vida fué cristiano ferviente. La muerte le sorprendió el 21 de agosto de 1960 que era domingo.
Cerraré este capítulo con una breve anécdota disculpándome de antemano por lo que tiene de personal. Yo había conocido a Salvador siendo él niño. Tuve amistad con su padre a quien a la vez admiraba como hombre íntegro y gran sevillano, y compadecía por las tribulaciones que sufrió en la vida, la primera de ellas ver morir en sus brazos a un hijo asesinado por unos bandoleros que le metieron el cañón de la escopeta por la ventanilla del coche.
Escribía yo por entonces una serie de reportajes titulada «A caballo por tierras de España«, para el periódico «Madrid», recorriendo a caballo lugares históricos, y ese verano del sesenta lo pasé en los Pirineos, recogiendo datos sobre los lugares de la batalla de Roncesvalles. Era domingo y al anochecer oí por la radio la noticia de la muerte de Salvador en Palma de Mallorca. Al amanecer me dirigí a la Colegiata de Roncesvalles, de los religiosos Canónigos Regulares de San Agustín, a los que encargué una misa de «corpore insepulto» por el rejoneador sevillano. Los frailes no quisieron cobrarme el estipendio de la misa, sino que en vez de una sencilla misa, celebraron un funeral grandioso con toda la comunidad ante el altar. A las siete de la mañana aquella inmensa iglesia colegial, casi catedralicia, resonaba con los cánticos de los frailes por el alma de Salvador Guardiola, como si los coros celestiales cantasen los salmos gregorianos, en memoria de quien, como escribió José Antonio Blazquez, crítico taurino, «llevó caritativamente su aventura torera hasta el límite mismo de la muerte».
(c) Jose María de Mena
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