Aunque todos los sevillanos han visitado alguna vez el Cementerio de San Fernando, muy pocos sabrán que el grandioso Cristo Crucificado, en bronce, que preside la glorieta principal del Cementerio, se llama con el bonito nombre de Cristo de las Mieles.

En el año 1857 había nacido en la casa número 55 de la Alameda de Hércules, entre las calles Relator y Peral, el escultor Antonio Susillo. Hijo de un vendedor de aceitunas aliñadas del Mercado de la Feria, Susillo no tenía por parte de familia la más mínima motivación para dedicarse a las Bellas Artes. Por el contrario – según su biógrafo Antonio Illanes- su padre quería inclinarle por el negocio mercantil. Pero Antonio Susillo era espontánea y originalmente artista y así empezó a dibujar sin que nadie le enseñase, y a modelar con barro cogido del suelo de la Alameda en la puerta de su casa, pequeñas figuritas de imágenes religiosas. Cierto día, cuando apenas contaba siete años, acertó a pasar por aquel lugar la Infanta-Duquesa de Montpensier, quien sorprendida de ver a un niño tan pequeño modelar aquellas figuritas tan bellas, le tomó bajo su protección y le costea los primeros estudios. No había de defraudar esta protección Antonio Susillo, pues desde poco después, en plena adolescencia, empieza a conseguir premios por sus obras.

Antonio Susillo viaja por Europa, perfecciona su arte contemplando las esculturas de los grandes maestros italianos del Renacimiento y del barroco, pero no es solamente un viajero aprendiendo, sino a la vez y con poco más de veinte años, y¿es un maestro sembrando estatuas en Europa, entre ellas el Retrato del Zar Nicolás II, encargo que presenta la sorprendente historia de que el Zar de todas las Ru-sías envió a Sevilla a buscar a Susillo a su gran Chambelán el príncipe Romualdo Giedroiky, y no existiendo en Rusia un taller de fundición de bronce de la calidad deseada por Susillo, se alquiló para él un taller de este tipo de fundición en París. Era a sus 25 años.

A los 28 años de edad, Antonio Susillo recibe del Ayuntamiento de Sevilla el honrosísimo encargo de crear el monumento a Daoíz, el héroe de la Guerra de la Independencia, obra monumental que Susillo realiza en muy pocas semanas, y que es emplazado en el centro de la hermosa Plaza de la Gavidia. Ya antes había hecho el monumento a Velázquez, erigido en la Plaza del Duque.

Dos años después, el Gobierno le otorga la Encomienda de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y ¡a los 30 años de edad! es nombrado Académico Numerario de la de Bellas Artes de Santa Isabel de Hungria. Otros monumentos sevillanos hechos por Antonio Susillo son toda la serie de estatuas que coronan la balaustrada del Palacio de San Telmo, hoy Seminario Diocesano. Por esta obra cobró Antonio Susillo la entonces altísima cifra de 2.500 pesetas por cada una de las doce estatuas, o sea 30.000 pesetas en total, lo que representaba un capital. Las doce estatuas son representación de los personajes siguientes: don Miguel de Mañara, Bartolomé de las Casas, don Pedro Ponce de Leon, Marqués-Duque de Cadtz, Arias Montano, el Divino Herrera, Ortiz de Zúñiga, Martínez Montañés, Murillo, Veláz-quez, Lope de Rueda, Daoiz y Peratan de Ribera. Otra bellisima estatua hecna por Susillo en esta época es la de don Miguel de Mañara que hay emplazada en el jardín de la calle Temprado, frente a la puerta principal del Hospital de la Caridad Y finalmente, la grandiosa obra, la definitiva, el Cristo Crucificado para la glorieta o rotonda central del Cementerio. Susillo, que se había casado en segundas nupcias, con María Luisa Huelín una mujer que no le amaba como le había amado su primera esposa, sino que buscaba en él la posición brillante, social y económica, era infinitamente desgraciado. Su mujer le estimaba nada más que como una máquina de producir dinero pero en cambio despreciaba su arte. Su discípulo Castillo Lastrucci (a quien yo he conocido en su ancianidad y me honró mucho con su amistad) contaba que cierto día en que Susillo trabajaba en una gran estatua, le llamaron inesperadamente y hubo de pasar desde el taller o estudio a las habitaciones de la casa. Al verle entrar salpicado de yeso y de barro, materiales con los que modelaba, su mujer le increpó furiosa: «Bah, yo creia que me había casado con un artista y resulta que me he casado con un albañil”

Progresaba Antonio Susillo en la realización del Cristo Crucificado y cada día se le veía más triste y entregado a fúnebres presentimientos. Por fin pudo entregarlo terminado al Ayuntamiento, y precisamente en esos días estalló su tragedia conyugal. Su mujer no se amoldaba a las ganacias, aunque fueran bastante elevadas, de Susillo, sino que en vez de querer mantener el rango decoroso de la casa de un artista, quería ella mantenr el tren de vida de los opulentos aristócratas, o acaudalados comerciantes que eran los clientes de las estatuas de su marido. Naturalmente por mucho dinero que él ganase, nunca podría rivalizar con los Infantes-Duques de Montpensier, dueños del Palacio de San Telmo, ni con los Duques de Alba, ni con la reina destronada Isabel II, que pasaba sus temporadas en Sevilla. Los gastos, excesivos de la mujer de Susillo habían llevado la economía familiar a la bancarrota, atosigado por los reproches de su mujer, que le decía: *Eres un cretino que no ganadinero suficiente para vivir’. Susillo, cierto dia, en un arrebato de furia, decidió quitarse la vida.

A tal efecto y vestido tal como se encontraba en el estudio-taller abandonó su casa, y se dirigió a la Barqueta para ponerse delante del tren. Sin embargo una vez que hubo llegado al lugar, sentado sobre una vía, esperando el paso del tren, le asaltó una penosísima idea: el cadáver de un suicida atropellado por el tren, resulta horrorosamente destrozado. Y su espíritu de artista se reveló. Susillo, que había labrado con sus manos, estatuas de bellísima factura, en el que el cuerpo humano adquiere su plenitud de vigor, y de estética pujanza, ¿iba a legar a la posteridad la triste imagen de su cuerpo despedazado y destripado?

Se revolvió contra esta idea y abandonó precipitadamente la Barqueta, regresando a su casa. Allí tenía una pistola que le había servido como acompañante en sus viajes a París y a Roma, donde vivió intensamente la bohemia dorada de los jóvenes artistas. Casi no se acordaba de que aún la tenía al cabo de diez años.

Sacó la pistola de su estuche, la metió en el bolsillo del blusón de trabajo, y regresó a la zona ferroviaria tomando desde la Barqueta el camino de San Jerónimo, siguiendo las vías. Y al llegar a la altura del Departamento Anatómico del Hospital, se sentó sobre un montón de traviesas de maderas que había junto a la via, y metiéndose el cañón de la pistola debajo de la barba, disparó el tiro que le causó la muerte.

(Había cumplido poco antes sus 39 años de edad).

Cuando encontraron al poco rato el cadáver nadie sabía de quien se trataba.

¿Quién podía imaginar que el más ilustre escultor de España, una gloria más aún que nacional, europea, iba a morir oscuramente en el borde de la vía, en la tremenda soledad del campo? En el periódico de la mañana siguiente decía la noticia en una columna de gacetilla de sucesos: «Hallazgo de un cadáver. Junto a las vías del tren, en el ramal de la Barqueta a San Jerónimo, apareció ayer tarde el cadáver de un hombre decentemente vestido. Fué trasladado al Depósito Judicial, donde aún no ha sido identificado.”

A la mañana siguiente estalló el asombro y la consternación en Sevilla al descubrirse que el suicida del día anterior era nada menos que Antonio Susillo. Inmediatamente acudieron al Depósito Judicial sus discípulos, Joaquín Bilbao, Coullaut Valera, Viriato Rull y Castillo Lastrucci, con objeto de sacar la mascarilla al cadáver. (Yo he pintado un cuadro en el que represento este fúnebre episodio, tal y como lo relata Antonio Illanes en su Discurso de Ingreso en la Real Academia de Santa Isabel de Hungría: «El cuerpo del artista, honra de Sevilla, está sobre la cuarta piedra del Déposito Anatómico. El eximio Susillo en su triste estancia no está solo. Los cadáveres de dos mujeres también muertas trágicamente aquel día, yacen cerca de él». En mi cuadro, de escaso mérito artístico como todo lo que pinto, pero de intención de ser un documento histórico, he representado la escena, tal y como la sudirectamente de labios de uno de los protagonistas, Castillo Lastrucci. Viriato Rull, provisto de un saco de escayola, un cubo de agua y un pequeño palustre para amasar, acaba de obtener el molde o vaciado del rostro del cadáver de Susillo, Viriato Rull está remangado, en camisa, y para no mancharse tiene puesto un delantal Le ayuda a retirar el molde de la mascarilla Antonio Castillo Lastrucci, con cara muy apenada. Al lado de ellos vestido elegantemente con un pantalón gris perla, y levita azul llevando al cuello el lazo o chalina de los artistas bohemios, al gustó de la época, está el también discípulo de Susillo, Miguel Sánchez Dalp. En la puerta del Departamento Anatómico, disportiéndose a entrar, hay un anciano, el padre de Susillo, a quien conduce del brazo consolandole, el director del Hospital, el célebre doctor Fedriani).

Como Susillo habia muerto por su propia mano, hubo dificultades para enterarle en Sagrado; la Iglesia se mostró inflexible con el suicida, y hubo que enterrarle en el Cementerio de los Disidentes, que estaba al lado del de San Fernando.

Allí permanceció durante medio siglo. En el año 1940, el Alcalde don Eduardo Luca de Tena y el Arquitecto Municipal don Antonio Delgado Roig, efectuaron el traslado de los restos y los depositaron al pie del Cristo de las Mieles, bajo las rocas que forman el Golgota que sostiene la Cruz, al pie de su obra maestra.

Pasaron algunos dias, cuando el público que acudia a visitar en el Cemente rio la tumba del artista, observó que de la boca del Cristo Crucificado salía un arroyo de miel, que le chorreaba por los labios y la barba, y le descendía por el cuello hasta el pecho. No era ningún milagro, sino algo muy sencillo y natural: un enjambre de abejas había hecho su panal dentro de la boca del Cristo, y la miel chorreaba desde el panal, por la imagen. Pero si el suceso era explicable y natural, no por ello dejaba de parecer milagroso o maravilloso el que habiendo tantos lugares en el Cementerio de San Fernando, entre cientos de árboles, miles de rosales, decenas de capillas y panteones, las abejas hubieran elegido precisamente la boca del Cristo para hacer su panal, y precisamente a los pocos días de enterrarse allí Antonio Susillo.

Y como el pueblo siempre desea perpetuar los prodigios y maravillas, los sevillanos dieron en llamar al Cristo del Cementerio con el hermoso nombre de EL CRISTO DE LAS MIELES con que todavía hoy le designamos.

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NOTA. – La muerte de Susillo fué el día 22 de diciembre de 1896 y el entierro el día 24, de Nochebuena. En el relato que acabamos de hacer hemos seguido al pie de la letra lo que nos contó poco antes de morir nuestro anciano amigo Antonio Castillo Lastrucci, así como el texto escrito por el ilustre imaginero Antonio Illanes, también excelente y querido amigo nuestro, para su Discurso de Ingreso en la Academia de Bellas Artes, en 1975. Terminaremos diciendo que la mascarilla de Antonio Susillo quedó en poder de Viriato Rul, quien años más tarde, a su muerte, se la dejó a Castillo Lastrucci,  éste se la cedió a Antonio lllanes, y a la muerte de lllanes, su viuda y viuda que conocía bien sus deseos, me la ha entregado y la conservo tanto por el valor de recuerdo de Susillo, como por el valor añadido sentimental de haber estado largos años en manos de mis dos queridos amigos y ambos insignes escultores.

(c) José María de Mena

(c) David de Mena